Avanzamos
creyendo que nos guía algo llamado destino. Creemos que el tiempo nos fluye
hasta una meta predefinida desde el inicio de nuestra existencia. Creemos que
el tiempo es un río que nos arrastra implacable hasta el fin. Qué estupidez, ¿no?
¿Qué gracia tendría vivir si todo estuviese planeado?
Quizás sea yo
el estúpido por creer que vivimos de casualidades. Por creer que no es el
estúpido destino al que debemos darle las gracias sino a nuestras acciones. Por
creer que nada está predefinido, ni siquiera tu propia existencia. Todo son
casualidades. Solo podemos darle las gracias a algo, a nosotros mismos y al
tiempo. Sí, a ti querido tiempo, por empujarnos a actuar sin pensar. Si nuestro
tiempo fuese ilimitado no actuaríamos según nuestros instintos, pensaríamos
cada una de nuestras acciones al milímetro y con ello perderíamos las preciosas
casualidades que nos regala la vida al actuar con el corazón y no con la mente.
¿Por qué actuamos más con la mente que con el corazón?
Siempre
avanzamos hacia lo seguro sabiendo que no es el camino que queremos pero sí el
único que creemos poder superar. ¿Sabéis qué os digo? Que estoy cansado de
guiarme por la razón y no por el corazón. Estoy cansado de ser el tonto que
todo lo quiere hacer correcto y se queda en eso, en un intento. Estoy cansado
de avanzar error tras error, porque en eso consiste mi vida. Todo por creer en
mi mente, esa que me tortura día y noche con tu recuerdo y mis miedos. Ahora,
pobre mente, ya no tiene nada con lo que derrumbarme. Todos los días te oigo
llorar mientras el corazón te dice: “Lo siento guerrera, esta batalla la has
perdido, ahora soy yo la que gobierna esta tierra desolada creada por tus
garras. Ahora soy yo quien reconstruye y no destruye. Ahora soy quien actúa.” Y
tiene razón, suficiente daño has creado ya, ahora deja un periodo de
reconstrucción antes de volver a la destrucción sin sentido de mi pequeño cuerpo
y de mi gran interior. Pero quiero avisarte, quizás lograste romperme una vez,
y quizás lo vuelvas a lograr si no me reconstruyo antes, pero tenía la guardia
bajada. Ahora, querida mente, si atacas prepárate porque el contraataque te va
a doler. Ahora no lucho solo, o eso quiero creer. Puede ser que mi cuerpo siga
siendo el mismo y que mi corazón siga igual de frágil, pero sigue latiendo.
Late porque estás tú, mi pequeña casualidad, porque cicatrizas las heridas. Mi
corazón late al ritmo del tuyo porque está perdido y necesita un guía para no
pararse. Tú, mi pequeña casualidad, me das la vida. Me das las fuerzas que me
faltan, o que no tengo. Llegaste por un instinto, porque tu corazón quería que
me hablaras y el mío que lo hicieras. Llegaste de improvisto y directo como una
flecha pusiste tu bandera de: “Ahora estoy aquí, quien ataque se las tendrá que
ver conmigo.” Y el instante después pusiste el cartel de reformas. Me escogiste
a mí, a ese destrozo perdido que su sonrisa revelaba felicidad y sus ojos
pedían ayuda a gritos. Ahora me doy cuenta de que mis ojos no pedían ayuda, te
pedían a ti porque ignoraba mis latidos a destiempo que me susurraban que te
hablara. Los ignoraba porque en mi cabeza sonaba la alarma de: “Peligro por
derrumbe, salgan todos de esta sala.” Temía el dolor, temía dejarte entrar y
que tus bombas llamadas palabras estallaran e incendiaran mi interior con más
fuerza que el escozor que causa el dolor. Temía que las heridas que no podían
cicatrizar por falta de plaquetas aumentaran en número. Pero no solo temía mi
dolor, también temía que mi derrumbe arrasara contigo. Pero tú, con tu magia
interna, me hiciste ver que valía la pena arriesgar. Me hiciste ver que cuando
estás estancado solo hay que cambiar la perspectiva. Y eso hice, apagar la
mente que controla mis ojos y avanzar con el corazón. Y mi corazón, atraído por
el palpitar del tuyo, se lanzó como un loco sin temer a la caída que mi mente
tanto esperaba. Y cuando pensé que ya era el fin me encontré entre tus brazos. Y
entonces fui yo quien puso la bandera de: “Arriesgaría mi ser por ti.”
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